Alma de sombras
Las parpadeantes luces azules del automóvil de
policías iluminaban la estación de buses esa noche de calor, de verano,
atrayendo todas las miradas de las personas alrededor. Los oficiales estaban deteniendo
a alguien por pura rutina, nada serio, pero a ella eso no le interesaba, estaba
concentrada observando el azul brillas incansablemente, de un lado a otro, de
izquierda a derecha.
Lentamente los oficiales entraron a la camioneta y
empezaron a avanzar hasta que un grito rompió la quietud, todos se apresuraron
a llegar a la fuente de tal sonido, todos menos ella, quien se quedó esperando.
Sabía lo que sucedió, solo esperaba, lo
esperaba.
Sin ser notado por nadie más que ella, un ser de
sombras y muerte se acercó a la chica con los ojos llenos de resignación, se
sentó a su lado mientras el autobús que la llevaría a su cada aparecía.
Con paso lento, cansado, se acercó a la entrada, y en
cuanto la puerta tapó al ser que la seguía sigilosamente, ella pensó un nombre.
Ella ya había aceptado su obligación, sabía que debía
tomar estas decisiones a diario, un nombre por día, una vida que se iba. Había
pasado tantos años, todo ese tiempo jugando a ser Dios, escogiendo quién moría
y quién vivía, pero era el precio a pagar por tener a un ángel de la muerte
como “mascota”, aunque no lo hubiese pedido. Claro que esta “mascota” podía
actuar por cuenta propia, pero ella debía reclamar una vida diaria, y con esta
vida quemar una parte de su alma.
Ella no podía morir mientras el “ángel” estuviese ahí,
ni siquiera envejecía, para qué, eso solo la acercaba a la muerte que nunca
llegaría.
Mientras esperaba sentada observando a un indigente
por la ventana, una voz en su cabeza susurró que ya había terminado y que todo
aquél a quien quisiera muerto podría hacerlo, las mismas palabras de siempre
que le hacían sentir mucho más dolor.
Su dolor la llevó a recordarlo, ese hermoso chico de
ojos verdes y lengua de miel, tan dulce, caballeroso y encantador, hermoso,
perfecto. La primera vez que lo había visto había pensado que era molesto,
arrogante, alguien que podía terminar en su lista de víctimas. Tuvo que
llegarlo a conocer por varios meses para ver su error. Se había enamorado de
él, de su bondadoso corazón, su contagiosa risa, la luz que parecía emanar de
él; hasta que descubrió que tenía pareja.
Una chica común y sencilla, linda y cariñosa, no como ella, sensual y atractiva, misteriosa e
interesante, diferente. Ella no entendía qué hacía él con esa chica tan
ordinaria.
Su “ángel”, que parecía más un demonio, la impulsaba a
acabar con toda vida molesta para ella, podría librar al mundo de las personas
que no le gustaban. Ella sabía que no era la única con una “mascota” así, pero
no sabía si esas otras personas sucumbían a la tentación o si la resistían y
continuaban su camino.
Sin notarlo ya había llegado a su casa, bajó del
autobús y caminó pensativa.
¿Alguien ya lo había hecho? ¿Era la primera? Matar a
una humana para quedarse con su chico. Eso sonaba a un grave pecado, pero qué
podía perder, además de su menguante sentido de humanidad.
Con fuerza se tiró a la cama, había perdido el apetito
debido a sus pensamientos, tantas veces había considerado ya sus opciones:
acabar con su vida y ganarlo a él, o salvarla y olvidar. Decisiones,
decisiones. Ambas opciones tenían sus consecuencias, podía ganar un felicidad
falsa y pasajera, o una real y magnífica, podía destrozar más su alma y nunca
volver, ser una sombra como su “mascota”, tener un alma de sombras.
El sonar de su teléfono móvil la hizo despertar
alterada, el mensaje era de él: “Son las 12:12, pide un deseo en 12 segundos
y divídelo para 2”.
En un inicio no entendió, pero poco a poco el
entendimiento la invadió. Miró la hora cambiar a las 12:12 y contó hasta 12 en
medio de la noche:
Uno, morirá.
Dos, moriré.
Tres, moriremos.
Cuatro, no me importa.
Cinco, no mueras.
Seis, ¡oh ángel, mi ángel!
Siete, que no sufra.
Ocho, que no suframos.
Nueve, no quiero morir.
Diez, no moriré.
Once, no es verdad.
Doce, toma su vida.
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