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sábado, 1 de junio de 2013

Cartas a la Realidad

Piercings y maquillaje

Uno, dos, tres, cuatro…
Pequeños detalles que marcan que alguien sea diferente. Un simple viaje en el transporte público puede traer más de lo que se cree.
Él tenía cuatro piercings, tres expansores y un piercing para ser exacta, todos en las orejas. Una persona como cualquier otra, problemas y preocupaciones, felicidad y risa, todo lo que le podía pasar a cualquier él también lo podía vivir. Sus gustos era lo que variaban un poco de los indicados por la sociedad.
Una señora, no muy mayor, pero tampoco joven, un ejemplar de “hija de la sociedad”, ropa intentando imitar a la de las personas jóvenes, peinado pasado de moda y mal hecho, zapatos que no combinaban ni con su vestimenta ni con su edad. Cumpliendo con las reglas impuestas por la sociedad se estaba maquillando en el autobús, colocando sombras sobre sus párpados manchados por capas y capas de maquillaje viejo, su rostro, algo arrugado, lleno de maquillaje exagerado para cubrir las manchas ocasionadas por el maquillaje antiguo.
Ninguna de las dos está mal: el excesivo maquillaje en la señora o los “aretes” en el muchacho, ambos son personas, por dentro no son diferentes; lo que los diferenciaba era su mentalidad, sus miradas, su forma de ver el mundo y de afrontar las dificultades. Y eso fue lo que pasó.
Una mirada indiscreta lanzada como un ataque. Claro, ya no quedaban muchos asientos libres, por lo que la “hija de la sociedad” tuvo que escoger entre sentarse junto a un muchacho “extraño”, o junto a una muchacha aun más “rara”, por lo que lo prefirió a él, no sin antes demostrar su desagrado ante la situación que enfrentaba.
Con una simple mirada de desprecio, asco y repugno dirigida al chico de los “aretes”, se sentó a su lado. En sus ojos se podía el desagrado total que le causaba, no solo él, sino ambos “raros”. ¿Tuvo que demostrarse parte de la sociedad para sentirse mejor?
Cada fibra de su cuerpo gritaba que creía que todos los “raritos” debían vivir en un mundo aparte, lejos de los “normales”, como si tal cosa existiera. ¿Qué acaso no todas las personas quieren un arete, aunque sea el común en el lóbulo de la oreja? O bueno, al menos un noventa por ciento lo han querido, aunque pocos tienen el valor de hacerlo, a no ser que sean mujeres y les agujereen las orejas de bebés.
Pero, ¿acaso es necesario proclamar a los cuatro vientos que se es intolerante con lo diferente?, ¿qué acaso en la actualidad no se busca la tolerancia e igualdad?
Muchas veces las personas intolerantes, los “hijos de la sociedad”, desean causar daño, más usualmente daño psicológico, a los que ven la realidad de una forma diferente y por ende toman decisión que resultan abominables para los demás, y ¿por qué causan este daño?, ¿qué necesidad tienen de hacerlo?
Con esto no lograrán mucho, la verdad, el mayor “logro” que podrían tener sería que la persona afectara se deprimiera o suicidara, y ¿es eso un logro?
¿Quién no ha soñado con ser libre aunque sea por unos minutos, poder hacer lo que se desee sin tapujos o sin que se le odie, poder ser uno mismo? Pero no, la sociedad dice que el que no sea igual a los demás, simplemente es el loco, el raro, el que debe ser odiado.
Estúpido, ¿no?
Pero no, siempre se tiene la necesidad de demostrarse intolerante, idiota. Incluso con la otra muchacha con varios tatuajes en el brazo y el cabello teñido de rojo que pasó junto al autobús en su viaje distraído por la ciudad.
El chico de los “aretes” se apresuró a alcanzar a la muchacha de los tatuajes. ¿Qué importa la sociedad si se tienen personas alrededor que toleren sin indiferencia y que compartan gustos similares? ¿Qué importa?


P. A. Steller

Hechos reales, 15 de mayo, 2013

viernes, 19 de abril de 2013

Cartas a la Realidad


Auto viejo

El auto se movía lentamente, hasta que quedó aparcado a la orilla de la calle. Un auto sencillo, con abolladuras, la pintura raspada y desteñida, y la carrocería agrietada.
Sus dos pasajeros, el conductor y el copiloto, venían sumergidos en una burbuja de tristeza, lo indeseado había sucedido, nada les importaba ya, eran simplemente ellos, el mundo se disolvía frente a ellos. Las lágrimas  amenazaban con llenar los ojos del conductor, pero este con fuerza las hacía volver al interior de su alma, ocultándolas temporalmente, debía guardar la compostura, no podía desesperar aun.
En cuanto el auto se detuvo, la burbuja estalló. Un abrazo fue lo necesario para que el hombre de apariencia fuerte se quebrara y empezara a llorar en los brazos del otro. Los sollozos lo hacían moverse con fuerza.
Ambos permanecieron abrazados por tanto tiempo que llegaron a creer que el mundo alrededor de ellos había desaparecido por completo. Uno sollozaba y el otro contenía la tristeza consolando al otro con movimientos lentos de la mano sobre su cabeza.
Los minutos pasaban y lo espectadores pasaban inadvertidos de lo que sucedía en ese auto. Ese ambiente de tristeza nadie lo podía apreciar, les era ajeno.
Las palabras salían apresuradas desde sus bocas, sin un orden fijo, sin una lógica definida, solo palabras de consuelo y esperanza perdida.
Sus frentes se unieron en cuanto los sollozos se calmaron un poco, pronto sus labios estaban unidos con tal fuerza y desesperación, deseaban fundirse el uno en el otro mediante ese beso de puro dolor, el cual no era una despedida, era un “nunca te dejaré ir”. Con ese beso querían mostrar lo que las palabras no eran capaces de contener, lo que no podían expresar en una frase de amor o de esperanza.
Poco a poco el sentido de realidad regresó a ellos, haciéndolos recordar que vivían en un mundo donde ser lo que eran no era aceptado, donde los criticaban por amar a alguien “equivocado”. La ventanilla del conductor subió con esa dificultad propia de los autos viejos, encerrándolos en su mundo prohibido, apartándolos de la sociedad que les indicaba cómo debían actuar, pero que no querían seguir.
Deseaban ser ellos mismos, ¿era eso mucho que pedir? ¿Qué acaso no podían ser felices siendo ellos mismos? ¿Sin reglas o estereotipos?
Un beso siguió a las palabras y viceversa. Se amaban y querían demostrarlo, pero se le prohibía hacerlo, ¿por qué? ¿Qué acaso una de las metas de la vida no era encontrar el amor verdadero? Ese amor que te hace sonreír por todo sin parar, ese que todos anhelaban con tanta fuerza, pero poco se atrevían a sentir.
Los peor que podían haber sufrido les sucedió, pero aun así lucharían contra ese obstáculo, esperaban ganar, pero a veces existen batallas imposibles, lo cual en su caso era una desgracia.
Horrible ver los estereotipos impuestos por una sociedad vacía e hipócrita, donde todos tienen sus deseos secretos, pero los mantienen reprimidos por miedo a ser rechazados o despreciados. Ambos chicos se mostraban como eran, sin miedos ni prejuicios, pero por eso eran rechazados, incluso ridiculizados.
¿En qué ha caído la sociedad que ya ni siquiera ser feliz con uno mismo es “aceptable”? ¿En esto se han convertido las personas? ¿En robots vacíos y temerosos?
Si tal vez no fui miembro de la escena antes descrita, fui testigo, y vi como tuvieron que ocultarse por miedo al “qué dirán”, vi cómo sufrían juntos y se sostenían el uno al otro, con esa clase de apoyo que todo ser humano quiere y busca en la vida, ese soporte que lleva a la felicidad junto a una persona, lo que todos buscamos, lo que todos queremos.

P. A. Steller
Hechos reales, 15 de abril, 2013